lunes, 26 de octubre de 2015

Mal comienzo en el mundo Murakami

Si bien Haruki Murakami es el autor japonés del momento, y si bien hace varios años que vengo escuchando hablar sobre él y su merecimiento del premio Nobel de Literatura, no fue sino hasta hace alrededor de un mes que me decidí por fin a leer su obra. Por alguna razón venía evitando sus libros, como si la intuición ––aquella que desarrollamos los lectores entrenados ante cierto tipo de autores, y que nos dice cuándo debemos leer un libro y cuando no––, bien, esa intuición me decía que no encontraría nada interesante en Murakami, y finalmente tal presentimiento fue acertado. "Tokio blues (Norwegian Wood)" es un relato de casi 400 páginas sobre nada:  
 
"En cuanto acabaron los exámenes empecé a buscar piso. Una semana después encontré un lugar adecuado en las afueras de Kichijoji. (...) El propietario usaba la fachada principal, y yo, la trasera, lo que me permitiría preservar la privacidad. Contaba con un dormitorio, una cocina pequeña, un baño y un armario más amplio de lo que podía desear. Incluso tenía un porche que daba al jardín. Me lo alquilaron por una cantidad más que razonable bajo la condición de que, si al año siguiente un nieto de los dueños venía a Tokio, yo dejaría la casa. Los dueños, un anciano matrimonio muy agradable, me dijeron que hiciera lo que quisiera, que ellos no me darían problemas."

Este soporífero párrafo es una muestra de la intención narrativa que recorre toda la novela. Murakami cuenta en "Tokio Blues" la vida de un adolescente estudiante de Tokio que tiene amigos, una novia, cierta amante, un trabajo, una casa. En definitiva, la vida de cualquiera. No hay un pretexto que dé ganas de pasar la página. Y sin embargo ahí estoy, luchando por terminarla sin saber por qué.
He leído que "Tokio Blues" no es la novela más distintiva de Murakami, y que incluso en esta obra se aleja de su estilo surrealista característico (realmente lo hace, porque no encuentro ningún elemento de esa corriente en esta simple historia cotidiana). Quizá le dé una oportunidad más a este autor, pero, habiendo tanto por leer, lamentablemente el japonés no supo atraparme desde el principio, y probablemente pase a los anaqueles del olvido.   


viernes, 16 de octubre de 2015

Ese algo especial de Kerouac

Fue una noche silenciosa y fría, quizás en el invierno de 2012, cuando subrayé una frase en mi ejemplar de "En el camino" que leía sentado en un café cerca de casa. Había descubierto ese encanto tan particular en la forma en que Jack Kerouac te lleva a su mundo, y no quise que se me escapara. Hay quienes dicen que Scott Fitzgerald también tenía tal encanto, y yo también lo creo y creo que eso es algo que no puede obtenerse en un taller literario o en la escuela de Letras. El encanto se tiene o no se tiene. Bien, volviendo a aquella noche de invierno en que subrayé la frase, y aunque con el tiempo perdí ese ejemplar y ya no recuerdo qué era lo que había subrayado, lo que importó en ese momento fue el descubrimiento en sí. Había descubierto qué es lo que lleva a un escritor a ser único, o, mejor dicho, a ser particular. A tener estilo.
En "La vanidad de los Duluoz", mi novela preferida de Kerouac que releí en el último tiempo, descubrí todo un párrafo por demás encantador.
Aquí va: 
   

"En las tardes de otoño, en Massachusetts, antes de la guerra, siempre veías a algún tipo camino de casa, para cenar, con los puños profundamente enterrados en los bolsillos de la cazadora, silbando y caminando, entregado a sus propios pensamientos, sin tan siquiera mirar a las demás personas que iban por la acera. Y después de la cena siempre volvías a verlo apresurándose por el mismo camino en dirección a la confitería de la esquina, o para ver a Joe, o una película, o camino de unos billares, o a hacer el turno de noche en un taller, o a ver a su chica. Eso ya no se ve en América, y no solo porque todo el mundo conduce un coche y va con la cabeza estúpidamente erguida guiando esa máquina idiota entre los peligros y tribulaciones del tráfico, sino porque hoy en día nadie camina despreocupadamente con la cabeza baja y silbando; todo el mundo mira a las demás personas que van por la acera con culpabilidad o, lo que es aún peor, con una curiosidad y un interés fingidos y, en ciertos casos, con aire de "estar al loro", de "no querer perderse nada", como quien dice, mientras que en los años treinta había películas de Wallace Beery en las que él daba media vuelta en la cama al ver que el día era lluvioso y decía: "Qué tanto, voy a dormirme otra vez, de todos modos no me perderé nada". Y nunca se perdía nada. Hoy oímos hablar de contribuciones creativas a la sociedad y nadie se atreve a pasarse durmiendo un día lluvioso ni a pensar que realmente no se va a perder nada."




¿Qué hace a este pequeño relato de la vida suburbana tan reconocible en la pluma de Jack K?
Subrayé dos momentos geniales:
-"Para ver a Joe". Kerouac no dice para ver a alguien, o para ver a un amigo. No. Él dice "Joe". Joe es el amigo que todos tenemos, aquel con el que podemos pasar una noche cualquiera hablando de cualquier cosa, en un día cualquiera de la semana cuando no tenemos nada que hacer. Joe son todos los amigos a la vez. Kerouac dice Joe y así le da identidad al todo y, en definitiva, a la nada.
-"Eso ya no se ve en América". Esta es la ambición de un narrador con ganas de retratar no solo su pequeño mundo, sino el de todos quienes lo rodean. En su juventud Kerouac anduvo las rutas de su país y creía estar preparado para hablar de "América" cuando algo le llamaba la atención o no se le apetecía en gracia. Y es que si se es parte de un mundo propio, inevitablemente lo que le pasa a uno es lo que les pasa a los demás.  

Vayamos entonces por el camino de Kerouac. Vivamos el mundo admirados y sorprendidos de nosotros mismos. 


domingo, 4 de octubre de 2015

Frankenstein, libro y monstruo, sobreviven el paso del tiempo

Frankenstein es una de esas historias que uno cree que ya se la sabe. La historia del científico loco que inventa un humanoide al que le da vida por medio de rayos de tormenta la vimos repasada una y otra vez en distintas épocas y formatos. En la cúspide de su obra, el científico grita está vivo, esta vivo, y este sería un gran momento de la novela... si en realidad existiera tal momento. Lo cierto es que Víctor Frankenstein jamás grita nada. Es una suerte de "tócala de nuevo, Sam" de la novela gótica. Un "ser o no ser" posterior. Escenas que no existen pero que pasan a la inmortalidad.
Ahora bien, el Frankenstein de Mary Shelley no necesita nada de esto para ser una obra cumbre de la literatura universal. Sí: ese monstruito simpático de las películas para chicos resulta salido de una de las novelas más increíbles que leí en mi vida. 
La historia de vida y muerte, de soledad, de acoso ––hoy en día podríamos decir que el monstruo es víctima de bullying, y aún así no logramos ponernos de acuerdo en si es culpable o no de la destrucción que genera––, la pobre vida de Víctor Frankenstein, condenado por su propia lúgubre creación, nos da la idea de que para los primeros años del siglo XIX ya teníamos un nuevo clásico, aunque quizá por entonces nadie lo sabía. Los clásicos necesitan del paso del tiempo para reafirmarse, y Frankenstein supera la prueba sin dificultad.
Mary Shelley, la autora, concibió su obra maestra en un viaje de veraneo junto a su marido en Suiza. La publicación fue en 1818, aunque se conoce una versión de 1813 mucho más oscura y difícil de conseguir. Sin embargo, corregida o no, la novela de Shelley es una profunda reflexión sobre los alcances de la ciencia, hasta dónde puede la humanidad echar mano a lo que no le corresponde, y cuáles serían sus consecuencias. Pero Frankenstein también es, en el fondo, la historia de un pobre engendro discriminado que no encontró su lugar. La historia que a todos nos tocó sufrir en algún momento de nuestras vidas.