lunes, 30 de noviembre de 2015

Pasajes: IT, de Stephen King

     Una madrugada de principios de los ´90, cuando tenía unos nueve o diez años, mi hermano y yo fuimos al departamento de nuestro vecino a ver una película absolutamente desconocida que trataba sobre un payaso asesino. Nada que en principio pudiera sonar demasiado aterrador. Pero fue ya desde la primera escena, cuando el payaso aparece detrás de las sábanas colgadas y dice simplemente "hola", que aquel personaje marcó para siempre mi manera de sentir el miedo. Nada en mi vida volvería a causarme tanto terror como aquel payaso. Estoy hablando, por supuesto, de Pennywise, también conocido como Bob Gray, la criatura comedora de niños salida del retorcido cerebro de Stephen King.
     Unos años después, ya de adolescentes y durante un verano en Mar del Plata, con mi hermano vimos en una librería un ejemplar de "IT", y los dos quedamos deslumbrados por estar frente a un ejemplar de aquella historia que nos había puesto los pelos de punta esa noche en casa de nuestro vecino. Pero también estábamos abrumados por lo que podrían contener las páginas de ese libro maldito. Nuestro papá nos compró ese ejemplar de más de mil cuatrocientas páginas con la promesa de que lo leeríamos sí o sí. Supongo que fue un intento de nuestro padre por meternos en el mundo de la literatura. Bien por él.
     Sin embargo, los años pasaron y ninguno de los dos se animó a enfrentarse con semejante monstruo de papel. A veces, cada tanto, el chiste era abrir cualquier página del libro e intentar encontrar un pasaje de la película. Pero lo cierto es que se hacía muy difícil ubicar un momento del film entre tantas escenas.
     Con el tiempo, aquel ejemplar se perdió.
     Y no fue hasta hace unos meses cuando me encontré en la librería con una nueva edición de IT, de pulida tapa blanca con la cara del payaso en color rojo sangre, que me decidí por fin a descubrir de una vez por todas la verdadera historia del payaso asesino tal como la contó Stephen King desde su magistral y perturbada pluma.
     Era el momento de enfrentar los miedos de la infancia.
     Bien, la novela es maravillosa. Tan buena como "El resplandor", quizá la mejor de King. Y mil veces más espeluznante que la película. Sin dudas. Acá van, entonces, dos pasajes de IT:



     [...]No era la última página del álbum, pero sí la última que importaba, porque las siguientes estaban en blanco. La última fotografía era la del curso de George, tomada en octubre del año pasado, diez días antes de que muriera. Se lo veía con una camisa de marinero, el pelo rebelde aplastado con agua. Estaba muy sonriente, con dos huecos en la dentadura donde jamás crecerían dientes nuevos... <A menos que sigan creciendo después de la muerte>, pensó Bill y se estremeció.
     Miró con fijeza la fotografía por un rato. Estaba por cerrar el libro cuando lo de diciembre volvió a ocurrir.
     En la fotografía, los ojos de George se movieron.
     Buscaron los de Bill. Su sonrisa importada, de fotografía, se convirtió en una horrible mueca libidinosa. Su ojo derecho se cerró con un guiño: <Nos veremos pronto, Bill. En mi armario. Tal vez esta noche.>
     Bill arrojó el libro al otro lado de la habitación y se cubrió la boca con las manos.
     El álbum chocó contra la pared y cayó al suelo, abierto. Las páginas se volvieron, aunque no había corriente de aire, y el libro quedó mostrando otra vez esa horrible foto, la que rezaba: <Amigos de la escuela, 1955-1058.>
     La foto empezó a sangrar.
     Bill quedó petrificado. Quiso gritar, pero de su boca solo surgieron débiles gemidos.
La sangre corrió por la página y comenzó a gotear al suelo.
     Bill huyó de la habitación.





    [...]El canal estaba congelado en su zanja de cemento como un helado río de leche, con la superficie abultada, resquebrajada, nubosa. Aunque inmóvil, se lo veía completamente vivo bajo esa áspera luz puritana; poseía una belleza propia, única y difícil.
     Ben giró en dirección contraria: hacia el sudoeste. Hacia Los Barrens. Cuando miró en esa dirección, el viento quedó otra vez a su espalda haciéndole flamear los pantalones de nieve. El canal corría en línea recta, entre sus paredes de cemento, quizá por unos ochocientos metros; después, el cemento desaparecía y el río se despatarraba en Los Barrens, que en esa temporada eran un esquelético mundo de malezas heladas y salientes ramas desnudas.
     Allí abajo, en el hielo, había una silueta de pie.
     Ben la miró. <Puede haber un hombre allí abajo, pero ¿es posible que esté vestido con lo que le veo? Es imposible>, pensó.
     La figura vestía un traje de payaso, blanco plateado, que se sacudía contra él en ese viento polar. Calzaba enormes zapatos naranja, haciendo juego con los pompones que adornaban en hilera la pechera de su traje. Con una mano sujetaba un manojo de cordeles que se elevaba hasta un colorido manojo de globos.[...]Tenía que ser una alucinación o un espejismo provocado por algún curioso efecto del clima. Podía haber un hombre allí abajo, en el hielo; hasta era teóricamente posible, quizá, que vistiera un traje de payaso. Pero los globos no podían flotar hacia Ben, contra el viento. Sin embargo, eso parecía.
     ––¡Ben! ––llamó el payaso desde el hielo. Ben pensó que la voz estaba solo en su mente, aunque parecía oírla con los oídos––. ¿Quieres un globo, Ben? 








sábado, 7 de noviembre de 2015

Libro recomendado: Las olas del mundo.

Título: Las olas del mundo
Autor: Alejandra Laurencich
Alfaguara, 2015
377 páginas



Hay dos temas recurrentes en la literatura y en el cine nacional. Uno, es todo lo que cineastas y escritores cuentan instalando sus historias en el conurbano bonaerense. Aquella (esta, la mía) es una tierra donde todo parece estar permitido, donde las reglas las ponen los propios ciudadanos y donde la magia está en cada esquina y nada tiene que ver con ilusionismo, sino con la cruda realidad. Los relatos del conurbano triunfan por lo salvaje, la tensión, la falsa distancia en donde parecieran ocurrir. El conurbano suena lejos pero está cerca de todos, aunque algunos no lo quieran ver.
El otro tema recurrente es el de la Dictadura. 
A más de treinta años de haber terminado, los años de plomo no dejan de traer historias nuevas. Con el paso del tiempo, cada nueva revelación fue bienvenida y tomada como punto de arranque de un nuevo enfoque de contar la tragedia. Por eso a veces se hace difícil encontrar alguna manera original de mostrar la Dictadura sin caer en la historia que ya conocemos, por suerte, de memoria. Pero hay un punto en donde los años oscuros parecen no terminar nunca, el punto donde lo vivido se vuelve único, personal, lo mismo que le pasó a todos pero distinto porque cada uno la sobrevivió a su manera: la historia familiar.
Es ahí donde entra Alejandra Laurencich y su brutal novela "Las olas del mundo", uno de mis libros preferidos de 2015.


"... Pero el plato fuerte de mis lecturas no estaba en la libretita sino en algo que reservaba para la noche: el montón de cartas que había encontrado unidas por una gomita elástica. Allí me enteraba de las cosas que Fabián escribiría a sus amigos o amigas de Buenos Aires cuando estaba veraneando (...) Cuando volviera a Buenos Aires, Marí se deslumbraría con mi conocimiento de libros, películas, lugares y hasta las palabras que utilizaban los más grandes. Tenía para entretenerme, las había ordenado por fechas y me faltaban unas quince por leer. Había algunas cartas de Nacho, en las que firmaba: Luche y vuelve."


Y es que la autora no podría haber contado esta historia con tanta crueldad y belleza de no haber sido su propia historia. Desde sus años de infancia hasta ya adulta, la vida de la protagonista Andrea se divide entre la ficción y la realidad, lo que los grandes inventan ––ocultan–– para ella y lo que ella con el tiempo irá descubriendo.
Y luego, un pequeño error inocente en sus juegos de niña la acompañará el resto de su vida para llegar a un final en donde todo pareciera no haber tenido sentido. La última frase del libro pone al lector al borde de un abismo donde cada uno debe decidir si saltar o no.